La importancia de las cosas

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LA IMPORTANCIA DE LAS COSAS

El mundo en que vivimos no es justo. La falta de justicia es algo que cuesta poco observar si nos detenemos y miramos a nuestro alrededor: guerras donde mueren miles de inocentes, niños a quienes el hambre deforma horriblemente sus peque­ños cuerpos, asesinatos en nombre de no se sabe qué dioses… Además de esta falta de justicia, los seremos humanos compli­camos aún más las cosas y nos dedicamos a perder el tiempo en luchas fratricidas que no llevan a ninguna parte, salvo a hacer más difícil la convivencia.

Posiblemente el mundo en que vivimos no es el mejor mundo de los posibles; seguro que seríamos capaces de imaginar uno mejor. Frente a pequeños momentos de relativa felicidad apa­rece más pronto o más tarde la miseria humana en toda su cabeza: la enfermedad, la pobreza, la tristeza, el terror, la muerte. Pero es el mundo que tenemos y de nosotros depende mejo­rarlo en la medida de nuestras posibilidades.

Quizá debiéramos detenernos por unos instantes y analizar cuidadosamente nuestras vidas. Descubriríamos entonces todas aquellas cosas a las que damos una desmesurada importancia y que en realidad no la tienen. Nos haríamos conscientes de nues­tra humana tendencia. a magnificar lo que nos ocurre y tal vez nos preguntaríamos: ¿¡Hay motivos!? Cerraríamos entonces los ojos y veríamos en nuestra mente ese problema que nos quita el sueño, y al abrirlos de nuevo resultaría que no es tan grave, que en realidad ni siquiera es un problema. ¡Qué paradoja!

La relatividad de las cosas zumba constantemente a nuestro alrededor, pero no nos damos cuenta; estamos tan concentra­dos viviendo nuestras vidas y pensando en lo graves que son nuestros problemas, que no percibimos que las cosas pueden ser mucho más sencillas, que somos nosotros quienes las com­plicamos.

Puede parecernos importante no tener dinero para salir de vacaciones, pero es más importante quedarse sin trabajo y que entonces falte el dinero para comer, y aún es más importante si a esto último añadimos la presencia de una enfermedad incura­ble. Y así hasta el infinito: siempre habrá una cosa más impor­tante que otra.

Recordemos que todo es relativo, que en la vida las cosas solo son importantes porque nosotros pensamos que lo son, pero no porque necesariamente lo sean. No malgastemos nuestro precioso tiempo en «rumiaciones» inútiles sobre todas nuestras desdichas y dediquémonos a vivir, a disfrutar de cada momen­to presente procurando encarar nuestra efímera existencia con el mejor talante posible. Muchas veces se es más feliz con menos que con más, con menos dinero pero con más disposición para disfrutar con las personas que queremos, con menos trabajo pero con más tiempo para dedicado a las cosas que nos gustan.

La verdad es que el tiempo pasa tremendamente deprisa y cabe que, llegado un momento, echemos la vista atrás y nos pre­guntemos qué hemos estado haciendo con nuestras vidas.

UNA HISTORIA ZEN

La relatividad de la importancia de las cosas es evidente si las analizamos con detenimiento. Cualquier cosa que nos parezca muy importante deja de serlo cuando aparece otra que lo es más todavía, pasando esta al primer puesto en nuestra escala de impor­tancia y relegando a aquella a un lugar posterior; y si se presenta una nueva todavía más relevante, veremos cómo la primera, a la que al comienzo dábamos tanta pompa, resulta ser algo anec­dótico comparado con lo que ahora nos ocurre; y así sucesiva­mente, siempre hay algo más importante.

La gravedad de los problemas es subjetiva. La importancia de las cosas es relativa y solo tiene una magnitud: la que nos­otros decidimos.

Veamos un pequeño cuento que nos ilustra al respecto. Se trata de una historia enmarcada en las enseñanzas del zen, escuela budista desarrollada en China y que más tarde tuvo en Japón una gran implantación. El zen aúna en sus enseñanzas reli­gión y filosofía, da una importancia fundamental a la práctica de la meditación y cuenta con muchos adeptos en la actualidad.

– El gato y el samurai ­

En cierta ocasión, un feroz samurai decidió tomarse un des­canso después de una batalla y se marchó a un río cercano con intención de pescar, algo que siempre le había gustado hacer.

Estaba pescando en el río cuando sintió un fuerte tirón en su caña, recogió el hilo y sacó un hermoso pez del agua. Nada más desengancharlo del anzuelo, apareció un gato y dando un salto atrapó al pez entre los dientes y escapó corriendo.

Solo había dado el gato unos pasos cuando el samurai rápi­do como el viento, sacó su espada y dando un golpe al gato le cortó la cabeza. Entonces el samurai se sintió muy triste y acon­gojado por haber segado una vida, sintiendo terribles remordi­mientos por haber matado al pequeño animal, que tenía tanto derecho como él para continuar viviendo.

Empezó a oír maullar al gato en todos los lugares, atormen­tándole. En sus sueños aparecía el gato maullando y el samurai se despertaba angustiado; cuando estaba- con otros samurais oía los maullidos; cuando entraba o salía de su casa los continuaba oyendo. No podía sacar el gato y sus maullidos de su cabeza y cada vez se sentía peor, así que fue a un templo cercano a pedir consejo a un viejo monje a quien todos consideraban un gran maestro.

El samurai contó al monje lo que había ocurrido con el gato y le dijo que los maullidos no le dejaban vivir; el monje le amo­nestó por lo que había hecho, diciéndole que ya que había qui­tado una vida debía pagar con la suya para que la deuda que­dase saldada. El samurai, que era un hombre de honor, aceptólo que el monje le dijo y se preparó para morir. Se dispuso enton­ces a hacerse el harakiri y sacando el cuchillo lo apuntó contra su vientre.

Aunque el samurai era un hombre muy valiente, pensar que estaba a punto de morir le dio cierto miedo, pero escuchó enton­ces al monje que le preguntó si estaba preparado; superando su miedo contestó que sí lo estaba y en el momento en que iba a clavarse el cuchillo el monje le preguntó: «¿ Oyes ahora los mau­llidos?» El samurai contestó que ya no los oía. Dijo entonces el monje que como los maullidos habían desaparecido no había necesidad de que muriese. El samurai aprendió la lección, se levantó y saludando al monje se marchó.

En presencia de la muerte, ¿hay algo que tenga más impor­tancia?